Salmo 40
“Esperé confiadamente en el Señor:
él se inclinó hacia mí
y escuchó mi clamor.
Me sacó de la fosa infernal,
del barro cenagoso;
afianzó mis pies sobre la roca
y afirmó mis pasos.
Puso en mi boca un canto nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al ver esto, temerán
y confiarán en el Señor.
¡Feliz el que pone en el Señor
toda su confianza,
y no se vuelve hacia los rebeldes
que se extravían tras la mentira!
¡Cuántas maravillas has realizado,
Señor, Dios mío!
Por tus designios en favor nuestro,
nadie se te puede comparar.
Quisiera anunciarlos y proclamarlos,
pero son innumerables.
Tú no quisiste víctima ni oblación;
pero me diste un oído atento;
no pediste holocaustos ni sacrificios,
entonces dije: «Aquí estoy.
En el libro de la Ley está escrito
lo que tengo que hacer:
yo amo. Dios mío, tu voluntad,
y tu ley está en mi corazón».
Proclamé gozosamente tu justicia
en la gran asamblea;
no, no mantuve cerrados mis labios,
tú lo sabes, Señor.
No escondí tu justicia dentro de mí,
proclamé tu fidelidad y tu salvación,
y no oculté a la gran asamblea
tu amor y tu fidelidad.
Y tú, Señor, no te niegues
a tener compasión de mí;
que tu amor y tu fidelidad
me protejan sin cesar.
Porque estoy rodeado de tantos males,
que es imposible contarlos.
Las culpas me tienen atrapado
y ya no alcanzo a ver:
son más que los cabellos de mi cabeza,
y me faltan las fuerzas.
Líbrame, Señor, por favor;
Señor, ven pronto a socorrerme.
Que se avergüencen y sean humillados
los que quieren acabar con mi vida.
Que retrocedan confundidos
los que desean mi ruina;
queden pasmados de vergüenza
los que se ríen de mí.
Que se alegren y se regocijen en ti
todos los que te buscan
y digan siempre los que desean tu victoria;
«¡Qué grande es el Señor!»
Yo soy pobre y miserable,
pero el Señor piensa en mí;
tú eres mi ayuda y mi libertador,
¡no tardes, Dios mío!” Amén.
Curiosidades
¿Qué nuevos cambios se fueron introduciendo durante el s. XV con respecto a las indulgencias dentro de la Iglesia Católica?
En el s. XV, si Pablo II redujo el plazo para el año jubilar a tan sólo veinticinco años, los papas fueron asumiendo un poder general para garantizar absoluciones plenarias en cualquier momento y con cualquier finalidad. Así, en menos de un milenio, el derecho a conmutar una satisfacción – que contaba con elementos razonables – había pasado de la congregación a los sacerdotes y de éstos a los obispos y, finalmente, al papa. En esa evolución además lo que, originalmente, era tan sólo una conducta espiritual se había transformado en un negocio santo – sacrum negotium – sin que semejante denominación provocara ninguna reticencia. A pesar de todo, el ciclo no estaba cerrado. Las indulgencias a las que nos hemos referido tenían una desventaja y es que estaban asociadas a épocas concretas. En 1294, comenzó la publicación de bulas confesionales que capacitaban al poseedor para obtener la absolución plena de cualquier sacerdote a elección del penitente, una vez en la vida e “in articulo mortis” todas las veces que se encontrara en peligro. La garantía de salvación era completa y ahora la evolución culminó cuando, por semejante merced, se estableció un precio, aunque también podían otorgarse como un favor especial. La idea de las indulgencias no tardó en hacerse popular y muy pronto quedó entrelazada con la creencia en el Purgatorio. A pesar de que se trataba de un dogma reciente, para el hombre de finales de la Edad Media, la realidad del Purgatorio era indiscutible y además cercana. A decir verdad, no existía mucho temor hacia el infierno – reservado supuestamente para gente especialmente mala – pero sí hacia el purgatorio. Creía que si era absuelto por el sacerdote tenía garantizada la entrada en el cielo. No obstante, ese mismo hombre tenía que cargar con todas las consecuencias y castigos por sus pecados – conocidos o desconocidos – antes de entrar en el cielo donde sólo se permitía el paso a los ya purificados. No sorprende que ante ese panorama, muchos fieles desearan que las indulgencias se aplicaran a familiares ya difuntos que estaban supuestamente sufriendo las penas temporales del Purgatorio. La actitud inicial de los papas –a fin de cuentas, no pocas veces expertos en derecho– fue la de negarse a aplicar las indulgencias a los muertos. Sin embargo, en 1476, Sixto IV acabó estableciendo una indulgencia para los difuntos. El éxito de la medida fue espectacular –como los beneficios económicos derivados de ella– y en breve se fueron añadiendo nuevos atractivos. Así, el comprador de la bula de indulgencia tenía garantizada una bula de confesión, otra de “mantequilla” –que le permitía comer mantequilla, huevos, queso y leche en días de ayuno-, el derecho a sustituir las buenas obras por promesas, el derecho a aumentar su capital espiritual por transferencia de una parte del crédito del tesoro de los méritos y, finalmente, el permiso para utilizar los bienes adquiridos fuera de la ley si su dueño legítimo no era encontrado. Toda esta visión a su vez estaba relacionada con desarrollos dogmáticos que habían tenido lugar durante la Edad Media, pero que fueron desconocidos a los cristianos de, al menos, los primeros mil años de Historia del cristianismo. El primero era el concepto del tesoro de méritos. En el s. XIII, Alejandro de Hales y Hugo de St.Cher apuntaron a la existencia de un capital celestial procedente de los méritos excedentes que procedían de Cristo y de las buenas obras de los santos que no los habían necesitado para salvarse. Semejante tesoro de méritos implicaba un capital espiritual que era accesible a los fieles mediante entrega específica del papa. Así, una indulgencia plenaria transfería los méritos suficientes para librar de todas las penas en la tierra y en el purgatorio. Una indulgencia parcial, por su parte, podía librar del purgatorio por espacios de tiempo que iban de unos días a un milenio. Semejante indulgencia –que confería un poder extraordinario al papa– tenía en no pocos casos una contraprestación económica que sobrepasaba la información sobre las cualificaciones teológicas que pudieran existir. No iba a ser el único desarrollo relacionado con el perdón de los pecados.
Leer más: http://protestantedigital.com/blogs/1806/Historia_de_la_practica_de_las_indulgencias
Evangelio
Desde el interior de las Escrituras se oyen latidos de vida, ¿qué significan esos sonidos? Escuchemos atentamente el texto bíblico de hoy:
Juan 1:29-34
“Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
A él me refería, cuando dije:
Después de mí viene un hombre
que me precede,
porque existía antes que yo.
Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel». Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo". Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios».” Amén.Los textos bíblicos nos dicen cosas, pero sólo si reflexionamos sobre lo que oímos podremos escuchar los verdaderos latidos de Dios: momento de reflexión:
No importa cuando ni de qué manera, pero no hay nada más hermoso que descubrir a Jesús en nuestra vida. Las experiencias son tantas como personas, ya que cada una es especial y única. Por eso no me gusta hablar de “conocer a Cristo” como un hecho puntual, ya que muchas personas lo viven como un proceso.
El punto es que cuando descubrimos a Jesús, nos provoca esta alegría de Juan: “no lo conocía, pero he venido a bautizarlo con agua… lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”. Aunque no siempre logramos dar testimonio de Jesús como el Hijo de Dios, esa parte nos cuesta… pero también el apóstol Pablo ha dicho “no hemos recibido un espíritu tímido, sino que Dios nos da la fuerza y las palabras necesarias para dar ese testimonio”.
Cada día estoy más agradecida a Dios por la fe que me ha dado, y trato de ser coherentes entre palabras y acciones, y diariamente pido a Dios que también mis hijos/as y nietas/os vivan en esta fe que nos mejora como personas y que nos impulsa a mejorar el lugar en donde estamos.
¡Gracias, Jesús, por confiar en mí, que no soy digna de quitarte la sandalia! Amén.
Querido Jesús, es hermoso que confíes en mí como una herramienta tuya, porque creo que no me lo merezco, porque no siempre te respondo de la misma manera en que vos me das generosamente. Ayudame a llevar una vida coherente, a no defraudarte en esta confianza que depositás en mí. ¡Gracias por tanto amor! En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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